FLOR

El vaivén del Cascabel Dorado sobre las olas era el somnífero favorito de Flor. Disfrutaba escuchar cómo las monedas y otros artefactos de metal saqueados se movían en la bóveda debajo de su camarote. Pero esa noche ni todo el oro del mundo podría calmarla. Todavía con la camisa y el pantalón puestos, la capitana se paseaba desde su cama hasta el sillón. El vello blanco de todo su cuerpo seguía erizado, alerta. Sus largas y afiladas uñas se clavaban en las palmas de sus manos a pesar de que intentaba no lastimarse. Sus colmillos hacían lo propio sobre su fino labio inferior.

Imaginaba un escenario diferente con cada movimiento de la moneda que trasladaba de una mano a la otra. Con cada nueva pasada, contemplaba un futuro peor. La ansiedad la estaba consumiendo. Sacudió su cabeza y los múltiples aritos que tenía en sus pequeñas orejas se chocaron entre sí y tintinearon. Flor se asustó con el sonido, soltó la moneda, se irguió todo lo que sus dos metros de altura le permitieron y empuñó una pequeña arma que llevaba en su cintura. Le tomó varios segundos sentirse una estúpida al identificar el origen del ruido. Guardó el arma de nuevo y se reprochó por su sensibilidad. Necesitaba hablar con alguien para ordenar sus sentimientos.

Observó los cuadros detrás de su escritorio: su bisabuela, su abuela y su madre con el gorro de capitana. El mismo que Flor tenía colgado en su cinturón. A veces se tornaba una carga muy pesada. Quería descansar para estar bien despierta en el saqueo del día siguiente, pero la noticia de la cena se lo impedía. Se dirigió hacia el cuadro de su madre y lo separó de la pared. Una bisagra lo había transformado en una puerta que ocultaba un pasadizo circular de 70 centímetros de ancho. La contextura casi esquelética y muy flexible de Flor le permitía usar ese tipo de conexiones entre las habitaciones del barco. Se deslizó a través de él hasta llegar al camarote de su madre. La anciana dormía profundamente y su hija aprovechó para robar un collar de su mesa de luz. Volvió por el pasadizo y colgó el collar del pomo de su puerta. Ambas se comunicaban de esa forma cuando alguna de las dos necesitaba ordenar sus emociones: robaban un objeto preciado para la otra y lo dejaban a la vista.

Flor levantó la moneda que había soltado por el susto minutos atrás, se sacó el pantalón y se acurrucó en su cama entre muchas almohadas. En toda su longitud se enrroscó sobre sí misma y con un brazo se tapó la cara. A su derecha, la claridad de la madrugada ingresaba por una ventana circular. Todavía tenía un par de horas hasta que su madre se despertara y descubriera el robo.

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